Gabriel García Márquez, (1967)





Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar
aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el
hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de
barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas
diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas,
blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era
tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para
mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
Todos los
años, por el mes de marzo, una familia de gitanos
desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un
grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los
nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano
corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se
presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta
demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava
maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa
en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo
se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los
anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la
desesperación de los clavos y los tornillos tratando de
desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho
tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se
arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros
mágidos de Melquíades.

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Estamos vivos y es lo unico que necesitamos para empezar. J.Leeds